Y es en ese instante de euforia, de gritos, de llantos, de ojos que brillan más que las estrellas, en el que te das cuenta -porque te das cuenta- de que no hay razón para gritar, para llorar, ni para brillar. Sólo hay razón para ella. Pero ya es tarde.
Demasiado tarde.
Porque la euforia la ha reemplazado. Y la euforia es desbordante.
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